Otro genial articulo de Óscar sobre la psicología de los pilotos y su exacto devenir durante las semanas de carrera. Como siempre lectura de su sección habitual.
Los pilotos virtuales somos animales muy complejos. Debajo de las facciones estoicas que paseamos por los circuitos electrónicos de medio mundo, guardamos un universo psicológico tan rico -y desequilibrado- como estrellas hay en la vía láctea. Incluso el más simplón de los corredores o el piloto más seguro de sí mismo, tendrá instantes de duda en la salida, de arrepentimiento al trazar la última curva o de presión al verse perseguido por un contrincante algo más veloz. No hay carrera tranquila igual que no hay chicane fácil.
Hace ahora una semana me encontraba empujando el Skippy cuesta arriba por Mount Panorama antes de despeñarlo por las eses que parten en dos la montaña. Tres curvas en un parpadeo que solían resumirse en un monumental desastre al llegar a recta. O el coche llegaba torcido o la pared venía demasiado rápido. Fuera como fuere, durante unos días, el Skippy se desangraba en la recta posterior con un renqueo lastimoso que arrastraba después hasta meta.
Sin embargo, los entrenos semanales, como un cincel, fueron retirando de mis vueltas todo aquello que sobraba: un cambio de marcha a destiempo aquí, una presión exagerada en el freno allá, deja caer el coche y un leve toque al volante para enderezar la pista. Los tiempos bajaban y lo mejor: comenzaron a formar una línea recta sin altibajos. Milisegundo menos, milisegundo más, pero todo en un milisegundo de pericia. Donde antes había una lucha interior, ahora luchaba, de tú a tú, contra el trazado. Ahí es cuando empecé a divertirme.
Así que llegan los entrenos oficiales y las horas invertidas en automatizar las vueltas van abriéndose camino. Top veinte. Top diez. Rodando a un segundo escaso de aquellos a los que los dioses del simracing les otorgaron capacidad sobrehumana. Nada mal para nuestro nivel de desastres cotidiano. ¿Y si saltara a carrera? ¿Haría tiempos competitivos o se demostraría que todo esto fue solo fruto de la suerte? ¿No será que yo, medio tuerto, haya estado corriendo en una sesión de ciegos? De ninguna manera caería en el error de creerme más rápido que los otros 45 que tenía a mi espalda. Prudencia, siempre prudencia.
Con las manos empapadas de nervios, y tras hacer la primera vuelta de calificación, llega la sorpresa. Pole Position en split 2. Diecisiete pilotos han cruzado la montaña más lento que mi skippy y por ende, cuando se ponga el semáforo en verde, diecisiete pilotos -con el alerón entre los dientes- querrán pasar sus cuatro gomas frías por encima de mi cadáver. Gran equivocación eso de salir primero, pensé. Grandísima equivocación que en menos de un minuto se haría oficial en forma de desastre absoluto.
La carrera comienza al levantar el embrague sin dejar de mirar por el retrovisor. A izquierda y derecha se forma el tumulto y ni siquiera hemos pasado el primer sector. En la recta, enorme, se suceden los rebufos, pero quizás porque la curva la tomé por el lugar acertado, o porque el resto se dedicó a tocarle las narices -y las llantas- a quienes se les arrimaban, tras concluir la primera vuelta, seguía primero.
¿Cuántas veces puedes mirar los tiempos que hacen los de atrás sin meter la pata con lo que haces tú por delante? ¿Cuánto puede tiritar de los nervios el pie que aprieta el acelerador? En Mount Panorama hay una curva de izquierdas que tomas a medio gas si no quieres arriesgar. De las diez vueltas de carrera, diez curvas la tomé como si mi pie sufriera de un parkinson extremo. Con los nervios, parecía que estuviera llevando el ritmo de un Charleston en vez de conducir un coche de carreras. Y aún con todo, con mis miedos y mis dudas, con toda una pista vacía por delante donde meter la pata y la sensación continua de estar teniendo más suerte que nadie, los de atrás parecían ir sufriendo sus propios desastres.
En psicología, pensar que tus éxitos son solamente el fruto de una mera casualidad y que -el día menos pensado- esas mismas casualidades te dejarán tirado y expuesto a la realidad de ser un inútil, lo llaman el síndrome del impostor. Un fraude con apariencia de éxito. El síndrome que resume esa voz profunda que te dice: en realidad nunca fuiste bueno, solo tuviste mucha suerte. O como nos decía mi abuelo, «no es lo listo que tú seas, chaval, sino lo tontos que son los demás».
La carrera la terminé primero con más de seis segundos de ventaja. Y al día siguiente, de no ser por un error mío, habría terminado segundo. La tercera, con pole de nuevo, me permitió luchar por la primera plaza. Pues aún con todo, con el circuito rendido a mis pies y unos tiempos dignos de split 1, he seguido pensando que algo raro tuvo que pasar esa semana para estar ahí arriba. Por supuesto, ni los entrenos, ni los videos, ni la cabeza fría durante diez vueltas liderando, ni los cero offtracks en una pista del demonio, tenían nada que ver. Eran solo un montón de coincidencias -una de detrás de otra- las que habían hecho que, por primera vez desde hacía años, volviera a ganar una carrera.
Y porque somos humanos muy enrevesados, los síndromes suelen ir en pareja. El síndrome del impostor podría ser síntoma del otro gran desastre que desfila por cualquier pista: el efecto Dunning-Kruger. ¿No te ha pasado alguna vez que cuando sales a un circuito nuevo estás sobre-estimando tu capacidad de conducción (pensando que esto va a estar chupado) y que cuatro días después, cuando ya estás marcando tiempos, se ha dado la vuelta a la tortilla psicológica y de pronto -ante la dificultad aprendida- vas dando grandes consejos de sabiduría milenaria sobre lo complicado que es tomar la curva a izquierdas?
Cuanto más sabemos, cuanta más experiencia ganamos y cuanto más rápido vamos, menos seguros estamos de nuestras capacidades y más precauciones parece que tomemos. La osadía del que no tiene ni idea rivalizará siempre con la precaución máxima del sabio. Es por eso que lidiar con la pista también lo es lidiar con nuestras dudas -psicológicas o de destreza-. Porque en el simracing, no todo es cuestión de manos o de pies, y aquí, en flirteando con el desastre, sabemos muy bien la cantidad de piedras mentales que nos encontraremos por el camino… incluso en las raras ocasiones en las que conseguimos hacerlo todo bien.
Disfruta de tus momentos de gloria y aprende a decir: en este instante, en este circuito y con este coche, yo fui el mejor. Y si te sigues sintiendo un farsante, siempre podrás ponerte la chaqueta de Tom en el Talento de Mister Ripley de Patricia Highsmith y pretender ser un piloto de éxito aunque en tu interior no te sientas más que un terrible impostor. Tú decides cómo pasar esos breves lapsos tan especiales como efímeros.
Nos leemos en el próximo circuito.