Las doce vidas de Sebring

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Si el ser humano tuviera consciencia de por dónde se va metiendo, seguramente nos habríamos extinguido hace varios milenios. 12 horas en Sebring. Hay que tener una ingenuidad casi infantil para venirse arriba y decir: «¡Venga, chicos, que al final me apunto!». Y es que los aspirantes a piloto tenemos esa tara interior que nos incapacita para escuchar los consejos de aquellos que más nos quieren: cuando tu esposa/novia te dice «¿Pero de verdad que te vas a pegar 12H corriendo en esa silla?» no va con segundas. Está claro que lo que pregunta es «¿pero con qué clase de tío estoy que prefiere pasarse la tarde del sábado y la madrugada del domingo corriendo contra otros 50 tíos en un circuito virtual, a salir a tomarse unas cervezas -y luego merendar y luego cenar y luego verse una película- conmigo?»

317 vueltas nos metimos Marcos y yo entre pecho y espalda. (¡Enhorabuena, tío, lo hemos hecho!) De dos y media de la tarde a dos y media de la mañana. Así que perdonadme el chiste fácil, pero cuando a partir de ahora alguien diga «con dos pelotas», yo pensaré «con dos pelotas no, con dos pilotos». Si sueles leer este blog, sabrás que en mi caso particular el Mercedes era la novedad. Es algo diferente. Una mole comparado con el Skippy o el Lotus 49. Primero, tiene techo, cosa que viniendo de los monoplazas sigue sin cuadrarme, y luego da tanta información en la pantalla del volante que da miedo tocar algo y descubrir que has saltado en el tiempo como si fuera el Delorean de Doc Brown. Pero es que también está Sebring. Un circuito donde una de sus curvas se traza saliéndose varios pueblos del propio circuito merece decirle al que lo diseñó: tú tenías el día gracioso, ¿verdad?

Existían, además, otras millones de cosas que podían salir mal. Había leído mil artículos sobre las carreras de resistencia (física y mental) donde hablaban de los fallos de concentración. Había leído otras mil historias sobre los problemas que tiene iRacing para meternos a todos en los servidores sin que algo reviente. También sabía que junto a nosotros dos, habría otros treinta o cuarenta tíos con las mismas dudas -o quizás más- que las nuestras. Y las Oculus virtuales puestas durante horas. Y cayendo la mundial en media España con sus posibles cortes de luz. Y encima, para darle el toque de normalidad que suele tener «Flirteando con el Desastre», me había levantado a las seis de la mañana para hacer un turno de trabajo que terminó a la una y media de la tarde. Si metes todo esto en la coctelera de una carrera, sale la imagen que yo tenía de cómo iba a ser esto de las 12 horas de Sebring: Salvar al soldado Ryan pero con curvas en vez de soldados nazis y prototipos, GTEs y GT3s en vez de fuego de mortero. Un ande yo caliente, ruedas volando, radiadores explotando y allá que vamos todos por la misma playa a vete tú a saber qué.

Quizás para demostrar al equipo -y sobre todo a mí mismo- que soy alguien de fiar, no me importó ser quien comenzara. Salida lanzada. Más GT3 juntos (nosotros íbamos quintos de catorce) que coches a la salida de semana santa en cualquier capital de nuestro país. Entonces una voz te grita «Go» y se desata el caos. Empieza la escabechina de la primera curva. Será porque los años te dan algo más de perspectiva, o porque que a esta carrera veníamos a aprender, pero hicimos bien en apartarnos del camino. En pocos segundos toda aquella marabunta de despropósitos que nos rodeaba se dispuso a discutir quién tenía el ego más grande al mismo tiempo. El resultado fue el esperado: tres o cuatro fuera de carrera, dos haciendo un trompo y un cerro de mensajes insidiosos en @ALLTEAM acordándose de las madres de la cada uno. ¿De verdad que nadie lee estos blogs? ¿En serio pretendes ganar 12 Horas haciendo el ganso en la primera curva? Tu mismo. Por suerte, a la quinta vuelta el vendaval de testosterona se relajó y con el polvo asentado todos nos dimos cuenta de que aún faltaban once horas y cuarenta minutos de carrera. Más de 300 vueltas. Seguro que alguno, con el coche destrozado por hacer el gamba a las primeras de cambio, aprendió que respirar a tiempo vale más que ahogarse de éxito a la segunda vuelta. Eso que se lleva. Y si no, es que es idiota (o demasiado joven) y no tiene remedio.

Poco después, y sin saber cómo, las vueltas fueron pasando igual que se iban pasando los nervios de la salida. Una detrás de otra las curvas se repetían. La monotonía te golpea más que las luces parpadeantes de los prototipos que se ponen nerviosos cuando no les aplaudes al pasar. Es entonces que descubres las mareas. Lo primero que aprendí en mis primeras dos horas seguidas en Sebring, además de que iría más lento que en entrenos, fue a aprovechar los escasos minutos de soledad que el circuito nos ofrecía. De pronto estás solo como de pronto te rodean cinco o seis pilotos que luego desaparecen como si nunca hubieran existido. Me recordó a las hordas de zombies en Walking Dead. O si me dejáis, y por ponernos más excelsos, demostrar una vez más la necesidad gregaria del ser humano. Necesitamos compañía. Pegarnos a alguien. Los rebufos se pagan con monedas de oro a partir de la décima vuelta, y si pillas uno, igual que las corrientes del océano, te llevarán en volandas. En caso contrario vivirás al margen de la ley, como un fantasma rodando a tu libre albedrío y con el peligro siempre constante de perder la referencia de los tiempos y terminar aplastado contra las barreras.

Porque Sebring son muchos Sebrings diferentes según van pasando las horas. Cuando ruedas solo todo va de luchar contra el crono. Aprovecha y pisa a fondo, que la mejor línea de carrera es tuya. Sin embargo, cuando se acerca el oleaje, relájate, mantén la trazada y si el de atrás se pone nervioso -y tú no te la quieres jugar- da un pequeño paso a un lado. Por mucho que duela ver cómo te adelantan, recuerda una mil y veces que ni los GTE ni los prototipos son tus adversarios. Lo quieras o no, hagas lo que hagas, te adelantarán una y mil veces más durante lo que te queda de carrera. Y aunque alguno de ellos parezca desangrase por la pista y te den ganas de preguntarle si le está dando una embolia en cada curva, en las rectas será mil millones de kilómetros por hora más rápido que tú. En serio, déjale marchar. No es importante. Las 12h de Sebring son una lucha contra tus fantasmas. Contra tus límites. Contra tus ritmos. Contra tus faltas de concentración. El resto de pilotos son solo otros objetos en movimiento. En la pista de Sebring el importante eres tú.

Y verás que pasan las horas y los tiempos seguirán cayendo. Habrá vueltas que te acerques mucho a tus límites. Otras -la mayoría- que no sepas gestionar el tráfico y te apartarás justo allí por donde él quería pasar. Es normal. Nadie es perfecto en un circuito muticlase durante stints de dos horas seguidas. Tú acelera y espera el momento en solitario. Cuida las gomas. Recuerda los entrenos cuando rodabas sin gasolina ya que el coche volará sin peso cuando hayas quemado más de 100L. Y entonces, en el instante en el que empiezas a notar cómo el circuito se va volviendo irreal y que tus pies no son realmente quienes están conduciendo, llegará la primera parada a boxes. ¿Te suena de algo esa carretera que sale a mano derecha justo antes de meta? Lleva a otro circuito distinto. Ese que se corre a 72Km/h (ni más, ni menos), que termina en un cartel circular y guarda más peligros que el otro circuito exterior.

Mi gran anécdota que dejo en Sebring da un poco de vergüenza ajena y sin lugar a dudas es digna de este blog. Supongo que alguna vez me tenía que pasar, así que agradezco que me ocurriera aquí, donde las vueltas se difuminan y los tiempos se miden en horas y no en segundos. Mi compañero Marcos terminó su stint con el coche más o menos impoluto y lo aparcó en boxes cargando gasolina. Yo venía de comerme unos macarrones con las Oculus puestas mientras le comentaba por el Spotter los tiempos de quienes le iban rodeando para que se sintiera menos solo. Y aún con el regusto del tomate en el paladar, me senté en el Mercedes a por mi segundo stint. Habían pasado tres horas y las posiciones en carrera eran ya un monstruo que se movía a cámara lenta. Según salgo a pista, acelero pendiente de quién rodaba cerca. Meto segunda pero algo pasa. No va más allá de 70. Meto primera de nuevo. Segunda. Tercera. Mierda. Es el puñetero limitador. ¿Qué tecla de mi G27 tenía para quitarlo? ¿Qué botón de la botonera? Con las gafas puestas, detenido en la cuneta, me di cuenta de que por algún motivo idiota no había asignado ninguna tecla a ello. Como diría mi peque: «Pedazo de epic fail, papá». Entre las risas del canal de spotter y mi propia vergüenza, me pegué una vuelta por los exteriores de Sebring a 70Km/h hasta que regresé a boxes y ahí sí, le pude asignar el botón indicado. Valiente inutilidad.

Sería imposible condensar las ocho horas restantes en estos párrafos. Los millones de adelantamientos peligrosos que nos hicieron en zonas donde nadie en su sano juicio querría meter su coche. Los dos accidentes que casi me dejan fuera de carrera (lugar menos indicado en el momento menos indicado). Los mosqueos con esos agonías que te aprietan como si fuera la última vuelta pero cuando les dejas un hueco de pronto se vuelven mojigatos y no terminan de atreverse. En 317 vueltas hay muchos malos entendidos. 317 mil posibles desastres con los que flirtear. Merendé y cené con las Oculus puestas mientras ayudaba a mi compi a modificar las entradas a Boxes después de algún susto. Las dudas cuando te quedan 5 litros de gasolina y no sabes si entrar a cargar gasolina o jugártela a una vuelta más y quedarte tirado por cualquier esquina. También vivimos muchas vueltas aburridas -automáticas- porque la monotonía te suele visitar antes de cada susto. Muchas anécdotas también que prefiero no contar para no hacer ningún spoiler. Pero sobre todo me llevo los kilómetros de experiencia y las horas de compañía por el spotter con mis compañeros del equipo azul y el equipo rojo. Fue lo más parecido a atravesar un desierto de asfalto mientras escuchas un magazine de radio. Gracias a todos ellos conocí mejor este deporte, a cómo dar y recibir ánimos y quizás, y lo más importante, a correr en equipo.

Luego llegó el silencio. La satisfacción de cruzar la meta por última vez. El desahogo por haber llegado vivo. Esa última vuelta de regreso a boxes entre compañeros de gesta. Una celebración conjunta en la que todos los pilotos parecíamos compartir el mismo equipo. ¿Lo volvería a hacer? Por supuesto, pero dentro de un tiempo. Harán falta muchas semanas para que mi cuerpo asimile toda la experiencia ganada durante horas de conducción continua. Hasta entonces, me llevo una de las mejores vivencias que he tenido en mi breve carrera de simRacer. Una que merece ser vivida. Así que buscad unos colegas. Poneos las pilas y atreveos a mirar a ese infinito de 12 horas. Nos vemos la semana que viene en Flirteando con el Desastre.

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